Nuestra profesión produce grandes satisfacciones personales e inmensos beneficios empresariales. De hecho, es la actividad industrial que más beneficios genera ya que, actualmente, está presente en prácticamente la totalidad de las actividades empresariales.
Sin embargo la figura del programador, en el mundo en general, y en España en particular, sigue siendo asemejada a la del obrero de construcción no formado. Es decir, nos ven como los que ponemos los ladrillos, cuando la realidad es que es una profesión de las más especializadas y que más estudios constantes requiere. Si no la que más.
Por ello quiero compartir las experiencias que he visto y sufrido en diferentes empresas y que, inevitablemente, me han llevado a buscar nuevos horizontes o a escandalizarme de que aún existan actitudes de este estilo.
El embudo: lo ancho para la empresa, lo estrecho para ti
Si estás en una empresa pequeña, lo que por aquí llamamos una Pyme o microPyme. Y que ahora se denominan flamantemente como Startup. Te sonará el jefe/dueño que siempre tiene en la boca el sueldazo que vamos a cobrar algún día, pero que lo de la revisión anual según el IPC… para qué. Si ya ganas lo suficiente.
Eso sí, el pedir y motivar a los programadores pidiendo implicación, dedicación y esfuerzo, está a la orden del día. “Esta empresa es tan tuya como mía”, te dice, “ya que si le va mal a la empresa nos va mal a todos”. Eso sí, se olvida de decir que si le va bien a la empresa los beneficios no se van a repartir. Que la pasta generada por esta implicación se la va a llevar él solito, y los socios capitalistas.
Son esos que han aprendido de las grandes consultoras lo de “Lo más importante es nuestro capital humano, nuestros profesionales”. Pero la silla de cuero y el monitor de 24” es para dirección. Total, para qué va a querer un programador que se pasa 10 horas delante de un ordenador una silla decente y un monitor extra además del excelente, de 15” híper brillante, del portátil.
El siguiente nivel que he visto de este tipo de empresa, y de la cual salí pitando a los seis meses, fue un jefe machista que trataba a las mujeres a gritos –además de pagarles menos- y que decía perlas como “Te estoy dando trabajo y un sueldo”. Claro, los que no se iban de la empresa era porque no podían… ósea los peores. Y cuanto pero era el nivel de los profesionales, más crítica la actitud de dirección, por lo cual la rotación continuaba en forma cíclica.
Abierto en canal y vendidos al peso
Si bien entre las empresas pequeñas y las consultoras o “cárnicas” hay una miríada de posibilidades, quiero saltar directamente a las grandes consultoras porque las direcciones de las empresas están muy cerca de ambas formas de hacer las cosas, con muy honrosas y abundantes excepciones, con diferentes grados y variedades.
Una gran consultora es aquella que se ha encontrado con el negocio del siglo gracias a la pobre educación empresarial de las personas que toman las decisiones. Es decir, para no tener que contratar a alguien y no tener que pagar baja, despido o vacaciones, lo que hacen es contratar con una empresa externa a un profesional pagando EL TRIPLE O MÁS. Y debiendo tragar igualmente con las vacaciones o las bajas porque, vaya trampa infernal, el programador que está haciendo las aplicaciones no puede ser tan fácilmente reemplazado como el “listo” que lo ha contratado.
En estas grandes empresas nos venden al peso y abiertos en canal. No somos personas. Como diría Morfeo “Lo he visto con mis propios ojos”. He visto esas Excel en donde a los “recursos” se le refiere por números. Por los números de facturación/coste. En donde se despide a la gente de acuerdo a cuanto margen de beneficio tiene y no por su calidad profesional.
En donde te ofrecen certificaciones que no valen nada porque están concertadas de antemano al certificador para cubrir el cupo y poder seguir siendo partners de oro, plata o supreme. Convirtiéndolo en un papel mojado.
En donde el cliente siempre tiene la razón, las estimaciones solo tienen importancia de acuerdo al impacto en el margen y las horas extras no solo no se pagan, si no que se exigen o son arma de represalias.
Y, si tienes suerte, al menos podrás ir aprendiendo en las miríadas de proyectos por donde puedas pasar. Pero puedes caer en gracia a un cliente que esté utilizando Turbo Pascal, y date por enterrado vivo en un pozo negro. Que por mucho que lo pidas, no te van a cambiar de proyecto nunca.
Generalidades y errores comunes
Y es que mira que es extraña carrera profesional del programador en España. Ya seas autodidacta, de un módulo superior o de carrera universitaria, para ser programador debes de dejarte las pestañas permanentemente para poder cumplir medianamente bien tu trabajo.
Y el futuro profesional que te espera es dejar de hacer lo que haces bien para aprender a hacer documentos de análisis y estimación, e intentar algún día llevar equipos de programadores.
O sea, es preferible un jefe de proyecto con dos años de experiencia gestionando, que la misma persona programando pero haciéndolo cada vez mejor desde hace 15. Y además le pagan más al jefe de proyecto que al programador.
No lo entiendo.
Pero tampoco entiendo pensamientos empresariales con los que me he encontrado demasiadas veces y que seguro que más de uno reconocerá:
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No formo a mis programadores porque entonces se van.
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La calidad importa poco, mientras funcione.
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Esto en dos días seguro que lo tienes hecho.
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Si lo ha podido hacer Google, no veo porque nosotros no.
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Seguro que hay algún programa Open Source que podamos vender.
Una de las vertientes más retorcidas que me he encontrado fue un director que se lamentaba que las empresas de software tuvieran que tener programadores, mientras yo me lamentaba que pudiera tomar decisiones en una empresa de desarrollo. El soñaba con sistemas CASE que hicieran el “trabajo sucio” y que las aplicaciones fueran como las flores, que se recogen ya abiertas.
Creo que por hoy ha habido bastante. Pero en el próximo post quiero proponer y compartir las acciones que, como programador, he escogido para combatir este entorno cuando se vuelve hostil. Y, en una tercera entrega, darnos caña a nosotros mismos. Que también a veces, somos finos.