La historia de descubrimiento del transistor es la historia de cómo los pequeños detalles cambian el mundo. Es también el punto de no-retorno, el quicio de entrada en la Era de la Información, y por tanto un momento que ya se señala en los libros. Y marca, además, la primera gran aplicación de la mecánica cuántica: el momento en que lo que podría haberse considerado casi esotérico pasan a estar en la palma de nuestra mano.
Es significativo que la palabra “transistor” sirviese para nombrar también a las pequeñas radios que se podían llevar de un lado a otro: pese a la importancia indudable para toda la industria, la invención de aquel “fuego de cristal” caló especialmente porque pudo aplicarse de manera directa sobre el gran público de maneras muy diversas. Fue y aún es una tecnología hecha para para cambiar la manera de vivir. Fue, claro, Historia.
De hecho, dio origen a una nueva “fiebre del oro”, pero si sustituimos ese metal por la fiebre por los semiconductores y lo que podían producir, que culminó en la creación de Silicon Valley y que dio origen de manera directa a todo lo que hoy vemos y vivimos en Genbeta. Y, sin embargo, aunque nos encantan las leyendas, es complicado acotar quién es el héroe de ésta: la invención y creación del transistor fue producto de un gran número de personas trabajando de manera independiente, haciendo pequeños avances y accediendo a un conocimiento común. Todas esas ideas, avances y accidentes desembocaron en “el mes milagroso”, el que va de noviembre al 16 de diciembre de 1947, protagonizado por Walter Brattain, John Bardeen y William Shockley.
Problemas que crean problemas
Antes de la entrada en acción del extravagante equipo que se formó en los Bell Labs, hay que revisar por qué nació allí el primer transistor. Los Bell Labs representaban el potencial investigador que salía de la industria estadounidense. Eran la parte investigadora de AT&T, la compañía que había conseguido convertirse en el gran gigante de la telefonía. Pero AT&T tenía un problema grave: con las patentes de Graham Bell a punto de finalizar, necesitaba un revulsivo para mantenerse en cabeza y en posición dominante de su sector. La única idea que se les presentaba como mágica era la de dar el salto del Atlántico: conseguir las comunicaciones telefónicas transoceánicas.
Tras hacerse con la patente del triodo de Lee De Forest, que funcionaba en el tubo de vacío, AT&T lo mejoró al máximo, pero llegó un momento en que vio que el límite estaba demasiado cerca y, sin embargo, la solución a su problema seguía pendiente. El invento de De Forest permitía la comunicación de larga distancia, pero necesitaba amplificadores fiables, cosa que los tubos de vacío no eran: se calentaban demasiado, necesitaban demasiada energía y, en definitiva, eran una solución poco eficiente para la compañía. Así fue como los Bell Labs centraron a parte de sus equipos en la investigación de los materiales semiconductores.
El equipo del primer transistor
El elegido para guiar la investigación fue William Shockley, investigador que ya había demostrado su valía en el terreno de los semiconductores en la II Guerra Mundial, donde éstos fueron claves para el desarrollo del radar. Shockley había estado presente en las investigaciones militares y, al ser elegido como líder del equipo por Bell Labs, tuvo muy claro que quería perfiles muy distintos trabajando a la vez, pero de manera independiente, en un objetivo común.
Su figura, la de Shockley, es posiblemente la más controvertida de toda esta historia. Fue parte indudable de la invención del transistor y, como tal, ganó el premio Nobel junto a John Bardeen y Walter Brattain, pero sus detractores han insistido en cómo el jefe del equipo se llevó un mérito que no fue directamente suyo. Es cierto que Shockley no intervino de manera directa en ese “mes milagroso” que dio origen al primer transistor, pero minimizar su aportación implica olvidar que fue él quien entendió inmediatamente las consecuencias de lo creado por Bardeen y Brattain y que también fue Shockley uno de los que, tras abandonar Bell Labs, dio origen a Silicon Valley profundizado en lo creado en su anterior trabajo.
¿Por qué se minimiza su labor? Sin duda, parte de la culpa la tiene el propio Shockley, que en la última época de su carrera se centró en investigaciones sobre diferencias raciales demasiado cercanas a conceptos como la eugenesia. También porque, en efecto y como veremos más tarde, el movimiento que cambió la dirección de las investigaciones fue el de Bardeen y éste no le comunicó a Shockley el cambio de enfoque. Pero, pese a todo, es complicado querer borrar por completo su influencia en un equipo que lideró.
Lo que sucedió en ese laboratorio, que los integrantes conocían como ‘Hell’s Bells’, tiene bastante que ver con la lucha de egos, claro, y está muy bien relatada en ‘Crystal Fire’, un gran libro de Michael Riordan y Lillian Hoddeson sobre la invención del transistor. La otra cara de la moneda, la de Shockley y su intervención en el transistor, podéis leerla a fondo en ‘Broken Genius’ (ambos sin traducción al Español).
Un mes para cambiar el mundo
Shockley se trajo a su equipo a Bardeen y Brattain con una única idea: en 1945, había desarrollado un primer amplificador con materiales semiconductores, pero su pequeño cilindro no llegó a funcionar correctamente. Pese a que muchos consideraban la idea una locura, Shockley decidió que lo único que había que hacer era saber por qué y en qué fallaba: esa sería la tarea de Bardeen y Brattain.
Los dos científicos tenían perfiles muy diferentes: Bardeen era el teórico, el que apuntaba de manera impredecible causas y soluciones. Brattain, por su parte, se ocupaba de construir en el laboratorio los experimentos que pondrían a prueba las ideas de Bardeen. No era sencillo: los choques de opinión eran constantes, especialmente durante el mucho tiempo en el que no hubo avance alguno.
El 17 de noviembre de 1947, sin embargo, algo cambió: para ahorrarse tiempo, Brattain decidió sumergir su invento en agua… y consiguió hacerlo funcionar, brevemente. Suficiente para que Brattain descubriera que los electrones no funcionaban de la forma en que todo el mundo pensaba que lo hacían y que había formas de que la barrera que bloqueaba la amplificación desapareciese.
Durante un mes, Bardeen y Brattain fueron probando distintas soluciones sin consultar a Shockley el camino que habían tomado. Sin embargo, los experimentos no conseguían desbloquear otro de los grandes problemas: el equipo de Bell Labs conseguía amplificar, pero sólo aquello de frecuencias muy bajas, así que no le serviría a AT&T, la compañía que, después de todo, financiaba sus experimentos. La solución final al problema fue consecuencia de un error: Brattain quería probar un nuevo experimento con dióxido de germanio, pero resultó que, por accidente, había eliminado cualquier rastro de óxido del metal. Pese a considerarlo inútil, Brattain probó a usarlo, descubriendo así que de esa manera podían lograr amplificar todas las frecuencias.
La combinación de todos esos experimentos culminó, el 16 de diciembre de 1947, en el primer amplificador de punto de contacto. Cuando Shockley vio los resultados no pudo sino obsesionarse: se pasó toda la Nochevieja y los dos primeros días de 1948 diseñando un transistor que mejorase el de Brattain y Bardeen. No llegó a ninguna conclusión, pero continuó trabajando en sus ideas durante enero y gran parte de febrero de ese, mientras los abogados de Bell Labs le amenazaban con dejarle fuera de la patente y de toda la responsabilidad en la creación del transistor. Antes de que eso ocurriera, el científico presentó a todo el equipo su “transistor sandwich”, con tres capas de semiconductores. Bell Labs tenía por fin la solución que quería y Shockley, el crédito que merecía.
Consecuencia de un buen uso de la electrónica
El mundo pudo haber sido muy distinto si el ejército de EEUU hubiese decidido clasificar la invención de Bell Labs. Tuvo la oportunidad, porque la compañía decidió presentárselo a ellos antes que a nadie. Pero, afortunadamente, los militares no tomaron ninguna decisión en firme y la compañía, consciente de la importancia de lo descubierto, dio una rueda de prensa para anunciarlo. Necesitaban un nombre y John Pierce, científico de la compañía que en su tiempo libre escribía ciencia ficción, dio con el de “transistor” Y, a partir de ahí, el mundo cambió.
El primer producto de uso directo por parte del consumidor que usó un transistor fue un sonotone. Pero no tardó en aparecer quien se interesara en algo más allá. Y, curiosamente, llegó de fuera de EEUU: mientras la industria electrónica de este país se centraba en los usos militares del invento, fueron los japoneses Masaru Ibuka y Akio Morita quienes vieron el negocio definitivo: fundaron Sony y se especializaron en producir pequeñas radios portátiles. Los “otros” transistores.
El resto es historia. Gracias a la miniaturización que permitió el descubrimiento del transistor se desarrolló la informática. El propio Bill Gates señaló no hace mucho que el PC no hubiera sido posible sin el invento de Bell Labs. El transistor y su aplicación en electrónica de consumo dio vida a la Era de la Información y a la expansión de la cultura juvenil a finales de los 50. Decíamos que hizo historia, sí, incluida esa parte que explotó a finales de los 50: sin él (y sin Sony, como Ian Ross, presidente de Bell Labs, reconoció), no habría sido posible la revolución pop, el rock’n‘roll, y el estilo de vida de una generación dispuesta a consumir.
(Además de los libros citados, la PBS emitió un programa sobre la historia del Transistor y creó una completa web al respecto: Transistorized!, que contiene muchísima información para los que queráis ampliar la historia)
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