Manuel M. Almeida es periodista, blogger y experto en Web 2.0 y escribe en el blog Mangas Verdes sobre tecnología, tendencias e Internet.
Ahora también es colaborador de Nación Red.
Si alguien a estas alturas duda de que Internet sea una de las mayores revoluciones en la historia de la humanidad es que, o bien no conoce Internet, o bien no sabe a ciencia cierta qué es una revolución.
Quizás bastaría con la definición que encabeza la entrada de este último concepto en la Wikipedia:
”Revolución es el cambio o transformación radical y profunda respecto al pasado inmediato”.
Aunque tampoco desentonaría la recogida en el propio DRAE:
”Cambio rápido y profundo en cualquier cosa”.
Pues si algo tiene ampliamente reconocido la Red es su condición de plataforma para el cambio, de herramienta de transformación en prácticamente todos los procesos en los que interviene la comunicación humana: desde las relaciones personales a la política o la empresa, pasando por el periodismo, la cultura, el arte o la educación, por citar sólo algunos de los sectores en los que las aportaciones son más patentes.
Cada uno de ellos tiene, desde luego, sus propias especificidades y sus adecuaciones en el debate general. Pero todos tienen un origen común: el profundo sentido democrático que caracteriza a la Red.
Y no hablamos de una democracia indirecta o diferida, de la democracia representativa que impera en los países occidentales o de las democracias más o menos ‘sui generis’, por no decir directamente adulteradas, al uso en otros estados del planeta. Hablamos de una democracia a la vez participativa y directa, en la que cada voz es en sí misma un voto, una acción; y en la que cada voto, cada acción, tiene tras de sí, inevitablemente, una voz… una persona.
Esto, que podría sonar a perogrullada, tiene una notable repercusión en todo lo que se cuece en torno a la Red, y es el principal caballo de batalla de la guerra que se libra actualmente entre aquellos que apuestan por una Internet libre y los poderes fácticos que han emprendido la cruzada del control y la censura como única vía para perpetuar su poder.
¿Qué queremos decir con que cada voz es en sí misma un voto? ¿No es eso lo que ocurre también en las democracias que conocemos? Puede que sobre el papel, pero en absoluto sobre el lienzo donde se dibuja la realidad cotidiana.
El progresivo distanciamiento de los sectores básicos de la democracia representativa (políticos, gobiernos, medios de comunicación…) de la ciudadanía ha llegado a tal grado que casi podríamos hablar más de una suerte de partidocracia que de una democracia realmente al servicio del interés general, es decir al servicio de la voluntad y las necesidades de aquellos que la sustentan. El voto se ha convertido en un cheque en blanco para intereses de terceros. Y la voz, en un bien gestionado en exclusiva por los grandes emporios de la comunicación.
Internet, en cambio, es voz y voto, acción y persona, en estado puro. Participación y decisión sin intermediarios. Conversación directa y corrientes de mayorías que se unen y se dispersan sin control. Ésa es su fuerza y ésa es la diana a la que se dirigen las miras de todos aquellos que, en lugar de analizar, comprender y sumarse al nuevo signo de los tiempos, pretenden levantar murallas en campos imposibles, el campo de la democracia como concepto de libertad e igualdad en el seno de una humanidad plenamente comunicada.
Se trata de una clave de enorme interés y trascendencia en muchos órdenes, pero especialmente en el ámbito político. Podría parecer paradójico que la mayor revolución de todos los tiempos tuviese una base tecnológica más que ideológica, pero realmente es así. O, para ser más exactos, que la auténtica revolución ideológica se haya gestado en el campo de la tecnología.
En mi opinión, y obviando aquí las múltiples batallas, avances y retrocesos a los que asistiremos en el proceso de consolidación, el futuro gobierno democrático será un gobierno de redes, un modelo que imite y se ejecute a través fundamentalmente de Internet. Es decir un gobierno de voces y de acciones más que de votos; y de personas más que de ‘representantes’.
La tecnología lo permite (la identidad digital es ya un hecho) y la voluntad de la ciudadanía, de millones de personas en todo el mundo, así lo exige. Si yo fuera político o gobernante no tardaría un segundo más en imbuirme de toda esta filosofía que impregna los albores de este tercer milenio, y a buen seguro acabará por caracterizarlo.
Una persona, un voto. Una persona, una voz. Una persona, una acción. Pero, sobre todo… una persona.