Cuando las administraciones públicas deciden poner en marcha proyectos de administración electrónica tienen que tener un plan definido y diseñado, tanto de implantación como de impacto en la ciudadanía, y lo que es más importante, responder a una necesidad real de los ciudadanos. Todo esto sin duda no ha ocurrido en el caso de la nueva tarjeta sanitaria de Euskadi, puesto que el Gobierno Vasco ha dado carpetazo a la tarjeta ONA.
Se trataba de un proyecto que pretendía potenciar el uso de la tarjeta sanitaria, gracias a un chip inteligente, y darle más funcionalidad para tener el historial clínico, pero además funciones de firma electrónica y de identificación que permitieran su uso para realizar trámites telemáticos con la administración.
Después de una inversión de más de 11 millones de euros, el ejetutivo vasco ha dado marcha atrás en el proyecto y dejará de invertir en el mismo, al considerar que duplica esfuerzos con la administración del estado puesto que sus funciones son similares al DNIe. Un paso atrás en la administración electrónica no sólo supone el fracaso de un proyecto, sino también la desconfianza ciudadana hacia los nuevos proyectos por emprender.
Técnicamente la Tarjeta ONA había recibido un premio en el 2008 por parte de la Agencia Catalana de Certificació (CATcert) al considerarla como la mejor iniciativa de firma electrónica en las relaciones entre las administraciones públicas y la ciudadanía. Las campañas para su implantación hicieron que en tres años llegara casi al 10% de la población vasca, pero no se conocen datos reales de su utilización.
Aunque el Ejecutivo Vasco anuncia que la tarjeta se seguirá utilizando, y de hecho todavía es posible solicitarla, dejará de fomentarse su uso, de manera que lo más probable es que la iniciativa caiga en el olvido. Dependerá en gran medida del número de solicitudes que existan y el uso que le de la población. Además la duplicidad del modelo, con las antiguas tarjetas todavía en funcionamiento no contribuye a su utilización.
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